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lunes, 12 de julio de 2010

Libertos y Desnortados (Las Columnas del Mercado)

El Mercado.
Reencuentro con Magdalena


Contemplaba a Magdalena y veía en sus ojos el tiempo que ya se fue. El olor a tiza, el sabor de las manzanas y de los bocadillos con mantequilla, el grito de los niños, las peleas en el recreo frente a los castillos de Valderas, y el sonido de los juegos en la calle, sin apenas tráfico. Truque, dola, bicicletas y peones, escondite, mosca, pingüino, carreras de chapas, la comba para las niñas, el balón o churro media manga mangaentera para los chicos… Cigarrillos sueltos, regaliz, pachulí y palulú.
Percibía la ilusión en sus ojos brillantes como el coral negro. Veía reflejadas en ellos mis esperanzas, las perdidas y las encontradas, las alcanzadas y las por alcanzar. Mis recuerdos redivivos. Mi melancolía de los viernes por la tarde porque debía esperar al lunes para volverla a ver, pues durante el fin de semana rara vez lo conseguía. Mi alegría en el amanecer de los lunes por reencontrarla pilla y traviesa en el aula. Las matemáticas se encargaban de atenuar tanta alegría inconsciente. De aquélla época conservo cierta simpatía masoquista por los lunes (el pato lo pagan los martes, odiados desde entonces). Mis expediciones en mi bici BH naranja con mi colega Aragón a su barrio por hacernos los encontradizos con ella y con su amiga Mayte, pues a él le gustaba ésta (tenía buen gusto, porque ahora Mayte es un cañón de mujer). Para nada, en realidad, porque al verlas apretábamos la marcha y pasábamos de largo muy rápido. Pero éramos felices porque las habíamos visto y, con suerte, nos habían saludado (echándole imaginación hasta nos habían sonreído). Recordaba el aleteo de las mariposas en el estómago cuando me miraba; el temor a que alguno de mis amigos de fatigas desvelara “mi secreto”… un secreto a voces por otro lado, más que nada porque me ponía rojo como un tomate raf cuando me miraba o me hablaba, aunque sólo fuera para decirme hola. Sí, lo reconozco: era un “pringaíllo”.
Yo la miraba y ella brillaba con una luz especial. Una vez uno de los chicos exclamó canturreando: “A Iglesias le gusta Magdalena”. Era típico de la edad y la época, pero yo sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Ella me miró entre las risas de sus amigas y yo me puse colorado, para variar, como un tomate raf. No dijo nada, pero sonrió como sólo sabía hacer ella (al menos eso creía yo entonces) y se marchó. Ese día fui el tipo más feliz del mundo mundial. “No te hace ni caso”, me dijo uno de esos amigos que siempre te “animan”, como si yo no lo supiera ya. No me importaba (aunque me hubiera hecho “caso” tampoco habríamos hecho nada, porque yo era más cándido que Bambi). Aquella tarde cogí mi bici y me fui hasta Móstoles con una sonrisa de oreja a oreja, el brillo de su sonrisa iluminaba el cielo y una rosa había crecido en mi pequeño corazón infantil cuyas espinas no me herían. Allí unos macarras intentaron robarme la bici y cinco duros que llevaba en el bolsillo, pero no pudieron (al fin y al cabo debía demostrar que era de Viña Grande) y menos aquella tarde que el sol brillaba para mí. Empujé a uno de ellos, que me rozó en la pierna con su navaja, y salí dando pedales a toda pastilla. Me sentía como Edy Merckx. Llegué al barrio con la lengua fuera y el corazón latiendo en la boca, pero más feliz que una perdiz. Bendita ingenuidad. Al día siguiente volví a la normalidad, como no podía ser de otro modo.
Al terminar la E.G.B. fuimos de viaje a Torremolinos, yo tenía 13 años. Una mañana mis amigos se fueron (creo que a la playa) pero yo preferí quedarme solo en la piscina porque no me encontraba bien. Ante mi sorpresa, aparecieron Magdalena, Mayte y alguna chica más y colocaron sus toallas cerca de donde yo estaba tumbado. Me puse a ciento diez, claro. “Tú eres buen chico, ¿por qué no te acercas?” me dijo, imagino que con cierta sorna (es lo que se suele decir a los feos o a los pringaíllos) pero con esa dichosa sonrisa que me desarmaba. “Esto no está pasando”, pensé, “Esta es la tuya, así se las ponían a Alfonso XII”, seguí carburando, pero me dio tanto corte que no fui capaz de hilvanar tres frases coherentes seguidas, mucho menos ocurrentes y menos aún brillantes. El tomate raf (es decir, yo) decidió tomar las de Villadiego y, tras un “¡Uf, qué calor hace aquí!”, o similar patética excusa, salí a la carrera y me zambullí en la piscina. No recuerdo mucho más porque allí dentro me dio un “jamacuco” que casi las diño. El primer médico que me vio, y que no era precisamente el doctor Gregorio Marañón, diagnosticó insolación y ordenó reposo. Me encamaron en una habitación desde la que podía escuchar a mis compañeros de fiesta por el hotel. Sin duda alguna puedo afirmar que me sentí el tío más desgraciado de la historia de la humanidad y más triste que la luz de noviembre.
“Si no existieran monos como tú y yo que corrieran para quedar los últimos tampoco existirían los campeones”, le consuela el amigo al niño protagonista de la película “Melody”, tras quedar fatal en una carrera en la que éste esperaba llamar la atención de la citada Melody. Tan grande verdad como triste el consuelo, pero bueno ahí descansa la lírica de la derrota de la que tanto sabe el español medio. Forja de un carácter que a algunos les conduce a hacerse socios del Atleti con el paso del tiempo. “Rose, no alimentes tus deseos o tendrás lo que deseas” le recomienda el reverendo a Rose en la fantástica película “La Hija de Ryan” de David Lean. Y tal vez sea cierto que quien alienta deseos cosecha represión, pero soy combativo y me atraen los retos, no lo puedo evitar. Si quieres las olas buenas te tienes que arriesgar y yo, en aquella época, no hallaba consuelo en ese razonamiento. Yo, entonces, quería ganarme su amor. No pudo ser, así que acabé solidarizándome con los “monos” de Melody.
Al día siguiente, alguien más juicioso decidió trasladarme a Madrid y me salvó la vida porque me ingresaron de urgencia en el hospital más amarillo que un limón aquejado de ictericia galopante. Había contraído una hepatitis por el sudor en el gimnasio donde practicaba judo, y como es una dichosa enfermedad que incubas durante mucho tiempo, no era consciente de qué me ocurría. Durante mi largo y tedioso internamiento decidí que debía cambiar algún detallito en mi vida y, una vez que descarté trabajar como espía doble en China valiéndome de la tez que había adquirido mi piel, decidí tomar en adelante el toro por los cuernos, combatir mi absurda timidez con el sexo opuesto dispuesto a morir en combate. A buen seguro me excedí: Desde entonces hablo por los codos y soy un libro abierto. Pero mi relación con los demás, sobre todo con “las demás” varió bastante a mejor. Sea como fuere, lo cierto es que no volví a ver a Magdalena hasta hace unos pocos días. 32 años más tarde, toda una vida en realidad.
“Tú fuiste hecha para el ancho mundo, Rose”, le decía Richard Mitchum a Sarah Miles en su papel de marido en la citada “La Hija de Ryan”. Y así fue hecha Magdalena, pienso yo: libre como el viento, para que recorriera el mundo, intentando descoserse su sombra de los pies, rompiendo las estrecheces que le ofrecía el barrio para hacerse una mujer completa, para hacerse mejor persona, como el protagonista de “El Alquimista” de Paulo Coelho, para encontrarse a sí misma en algún punto entre la tierra y el cielo, reconociéndose en sus luces y sus sombras, despeñándose alguna vez en los vertederos de las promesas rotas, como todos y cada uno de nosotros.
Sí, por fin he vuelto a verla. Hemos cambiado, sobre todo yo, y ante mí se ha presentado toda una mujer, pero yo he reconocido bajo ella a aquella niña traviesa que me desarmaba con un solo guiño. Creo que conservaremos nuestra sincera amistad, aún en la distancia. Si nos hubiéramos liado de pequeños a lo mejor ahora nos odiaríamos, vaya usted a saber. Estoy felizmente casado. Ella está felizmente casada. Así debe ser y yo me alegro. Se la ve muy feliz, conserva esa eterna sonrisa de niña pícara y traviesa que yo recordaba y eso es lo que importa, porque lo demás sobra. Lo demás se lo lleva el viento entre un “si hubiera” y un “no puedo”.
Mi buen amigo Fermín sonreía feliz sentado en el grupo de antiguos alumnos del colegio del Mercado. Sospecho que porque él también había tomado pasaje al pasado y se había reencontrado con el intenso olor a caramelo que desprendía la niña nueva que habían sentado a su lado en el aula, con ese olor mágico que le hacía volar atravesando aquellas paredes sin ventanas lejos, muy lejos, allí donde habitan los dulces sueños y, al final, la vida verdadera.

Jose Manuel Iglesias Cervantes.

1 comentario:

  1. Muy bueno, pero no eras el único.....menos algún listillo.... todos pecamos de pardillo...... algunos seguimos igual....je

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