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jueves, 10 de junio de 2010

Libertos y Desnortados (las columnas del Mercado)

El Mercado

Moby Dick


Todos tenemos un Moby Dick particular, como el capitán Achab. Un cachalote que nos ha destrozado una pierna y la moral, y al que aspiramos a dar caza aún a costa de sucumbir amarrado a los arpones de su lomo. La pelea a muerte con el destino adverso. La lucha con el enemigo formidable, con el rival invencible. Todos nos enrolamos alguna vez en un ballenero como el Pequod cargados de expectativas, prestos a madurar. Unos bregan, como Achab; otros aprenden y viven, como Ishmael; otros se refugian en la clandestinidad al abrigo de las miradas de un mundo ignorante y hostil, como Nemo a bordo de su Nautilus; otros pelean contra molinos de viento defendiendo el amor idealizado de Dulcinea, como el Quijote; otros luchan contra la penuria diaria con picaresca y desigual fortuna, como el Lazarillo de Tormes; otros toman la espada y el mosquete para luchar por nobles empresas con la superioridad moral y el alma torturada del mosquetero Athos; otros lo dan todo con inusual desprendimiento por el amor incondicional y no correspondido, como Cyrano de Bergerac, tirando cien ducados de una vez sin disponer de dinero, por la mera belleza y grandeza del gesto. Otros se embarcan en la empresa contra el enemigo colosal desde la indefensión y la debilidad física, pero con la grandeza de alma y de ánimo, como los hobbits de Tolkien; otros se enfrentan a la muerte desde la duda y el desengaño ante la calidad humana, como Hamlet, príncipe de Dinamarca; otros, desde el pragmatismo y la lealtad, pese al peso del miedo y el sentido común, como Sancho Panza… Pero al fin y al cabo todos nos terminamos por enfrentar con el destino, con el temible rival, en el combate inevitable. Lo importante es que el oponente y la lucha merezcan la pena, pues nuestro verdadero valor lo marca el de nuestros rivales. Moby Dick merece la pena porque nos hace dejar de ser irrelevantes, como los gigantes imaginarios del Caballero de la Triste Figura o el Sauron de Mordor. El amor de Dulcinea o los besos de la bella Aldonza (yo siempre he preferido éstos, la verdad) El ideal, la realidad, la maldita realidad.
A veces, los besos húmedos y calientes de los labios carnosos de Aldonza valen mucho más que el noble ideal y, entonces, la realidad deja de ser maldita, acaso por un instante, por un momento, breve pero intenso. Pero el ideal permanece y me batiré en duelo con todo aquel que ose poner en tela de juicio la honra de la sin par Dulcinea, por incierta que ésta pueda ser. Dos caras de la misma moneda, rasgos del mismo ser. Y allá donde mi brazo alcance, clavaré mi arpón. Y aplicaré mi lanza allá donde haya un entuerto que desfacer. Allá donde pueda fundir un anillo esclavizador encaminaré mis pasos. Allá donde pueda seguir su estela perseguiré al Nautilus y, aunque me duela en el fondo de mi cansado corazón, seguiré susurrando y regalando a quien sea poemas con tal de ver dibujada una sonrisa en los labios de la bella Roxana hasta que un día, al fin, me ame. Esclavos de azar, adalides del despecho, caballeros andantes, balleneros obsesivos, mosqueteros del rey, militares de misión en zona, capitanes geniales y clandestinos que hicieron feliz nuestro pasado, dan un norte al presente e infunden valor para el futuro. Valor noble y desinteresado contra la crueldad, la grosería, la zafiedad y el egoísmo de los que suelen gobernar nuestras vidas y, aún más, contra nuestros propios defectos, los peores sin duda.
Capitanes de abril, sigue habiendo claveles que poner en las bocachas de ciertos fusiles. Sigue habiendo claveles en los jardines de nuestra sociedad enferma de codicia para evitar la enfermedad terminal. Luchadores enfrascados en guerras imposibles por un noble ideal que no cejan en su empeño hasta el instante final, que se caen y se levantan, que se ridiculizan para emerger bañados de la gloria final, que vencen y son vencidos, que aunque fallezcan nunca mueren en nuestra memoria porque fueron bien nacidos. Porque apostaron por el compromiso con los demás y con ellos mismos. Porque se juegan todo a una carta sin duelo y sin remordimientos. Luchar, arriesgar… vivir. Apostar, ganar, vencer… vivir. Porque sólo los que luchan valen, aunque pierdan la vida en el envite. Porque soy mejor cuando pido perdón que cuando pido permiso….
A veces oteo el horizonte y, entre las olas, veo aparecer súbitamente un chorro de agua y un inmenso lomo blanco que brilla al sol. “¡Por estribor resopla!”, grito, y Achab y el indio Qeequeg cogen sus arpones mientras el Pequod vuela sobre el mar, en su ¿vana? lucha contra el mal y el absurdo del mundo.

Jose Manuel Iglesias Cervantes.

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