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jueves, 10 de junio de 2010

Libertos y Desnortados (las columnas del Mercado)

El Colegio del Mercado

Los recuerdos, eternos compañeros de viaje y guías de conducta futura. El dueño de este blog (1) y quien estas líneas escribe estudiábamos en un colegio que ocupaba la planta superior del mercado de San José de Valderas. No tenía ventanas, sino unos minúsculos ventanucos del tamaño de un ladrillo alineados en hilera unos al lado de otros por los que pasaban unos rayitos de luz tan insignificantes que se precisaba el empleo de luz eléctrica todo el día. Los alumnos éramos formados en columnas y filas, al estilo del ejército, en la calle y accedíamos al colegio atravesando en fila india el interior del mercado, entre los puestos, y ascendiendo por una escalera interior. Posteriormente construyeron una escalera exterior de hierro, para descanso de los sufridos tenderos.
Hubo de todo, como en botica, pero recuerdo con nitidez que la mayoría de los profesores nos sacudían que daba gusto, sobre todo don Millán, que nos hacía cantar el “Cara al Sol” y rezar el “Credo” a diario, y que el día que Franco falleció lloraba a moco tendido ante “el fin de España y su esplendor imperial ante las hordas rojas”. Yo recuerdo aquella fecha porque nos dieron tres días libres y echaban películas de guerra en la televisión (única, grande y algo más libre desde entonces).
Recuerdo el olor a colonia Pachulí y las rumbas de Los Chichos que palmeaban en círculo los macarrillas de la clase, los duros del lugar. A nosotros nos gustaba más el rock y el pop (hay cosas que nunca cambian) y, en cuanto teníamos ocasión, nos fugábamos a los castillos y a la piscina de los tritones a jugar a las dreas o a deslizarnos sobre unos cartones por una cuestecilla que estaba al lado del castillo principal hasta que se nos rompían los pantalones. Coleccionábamos piedras que recogíamos en la vera de dichos castillos que, según los entendidos, estaban cristalizadas por efecto de los motores de unos platillos volantes que se habían posado sobre ellos. Recuerdo las fotos, en blanco y negro y grano enorme. Y recuerdo que pensaba que ya que habían venido desde tan lejos, y puesto que tenían una técnica tan avanzada, podían haber aprovechado y construir un cole en condiciones. Años más tarde vi allí mismo a un “friki” llamado Tristanbraker diciendo a voz en grito a los que allí le mirábamos que los extraterrestres regresaban en sus naves y que iba a contactar con el jefe de ellos con un walky-talky de un todo a cien que esgrimía en la mano… Menudo alcance que tenía el aparato.
Recuerdo que estábamos rodeados de campo, de higueras y moreras. Criábamos gusanos de seda e íbamos todos de uniforme: pantalones vaqueros de Los Catalanes, zapatillas Tórtola de Los Guerrilleros y parcas con capucha de forro naranja en sus tres variantes, a saber: azul, verde o marrón. Recuerdo que sentí la primera llamada del amor por una compañera de clase. Una chica preciosa, morena y de sonrisa luminosa que se llamaba Magdalena, al menos así la recuerdo yo pues no la he vuelto a ver desde que acabé la E.G.B., es decir hace la friolera de 31 años. Como quiera que no di el estirón hasta los 14 años y que Magdalena era la “novia” de un tal Maestro, un armario ropero de tres puertas que encima acudía a clase armado con unos “nunchakus”, decidí con buen criterio llevar mi amor en secreto y no arriesgarme a que me pusiera la cara como un mapa, como le sucedió a unos cuantos. Primera lección vital. Espero que la chica encontrara mejor novio con el tiempo, más que nada por su bien, o que el muchacho se tranquilizara y encauzara sus fuerzas a labores menos destructivas. Quién sabe, igual acabó trabajando de extra en alguna película de Jackie Chan.
Recuerdo haber mantenido trato cordial pasados los años con muchos de aquellos “malos” de su pandilla, y ver que en realidad no lo eran. La mayoría eran muy nobles si llegabas a conocerlos; yo he sido a la larga bastante más malo que muchos de ellos y, en cierto modo, les debo haberme curtido en la calle, sobre todo en la disputa del bocadillo. El que no espabilaba no almorzaba y no aprendía, pero los tontos son arena de otro costal. Ya lo dijo Campoamor: el que es tonto de pequeño, gilipollas de mayor.
Pasados los años y tratando en otras esferas, sonríes cuando les llaman “malos”. Malos son los Roldán, Cachulis y “gurteleros” de turno que exprimen todo el jugo del limón para su vaso vaciando los de los demás; los especuladores bursátiles y los banqueros rapaces que obligan a cerrar empresas y desahuciar hogares sepultando los sueños de los más humildes. Y estoy seguro que muy pocos de estos sátrapas eran “malos” en el colegio.
Recuerdo los estragos de la droga, en concreto de la heroína, y de la cárcel en muchos de aquellos muchachos que ahora nos contemplan desde otra vida porque transitaron por ésta deprisa, deprisa, demasiado deprisa. Y los recuerdo siempre igual, porque ellos no envejecen en mi memoria, siempre son niños, demasiado jóvenes para ser malos de veras. Ángeles con alas rotas que llegaron al cielo enganchados al hilo de una jeringuilla, pisoteados por los cascos del caballo que un día creyeron domar.
Recuerdo nuestra educación callejera y la escolar, como una suerte de Jeckyll y Hide suburbiales. Terminé comprendiendo que, pese a las carencias de todo tipo (sonrío cuando escucho a los nostálgicos diciendo que nada ha mejorado con la democracia) el nivel de nuestros profesores era elevado, lo que me permitió tener una sólida base que me fue muy útil en el instituto y en la universidad, y aquí estoy, producto cien por cien de la denostada enseñanza pública y de la educación en barrio obrero, porque eso es lo que era y lo que sigo siendo: un chico de barrio, por más que algunos de mis amigos de entonces renieguen de ello y pretendan disimularlo. Yo no, yo lo tengo a gala. Claro que la razón y los recuerdos son como los culos: cada uno tiene el suyo y piensa que son los demás los que apestan, nunca el propio.
Recuerdo el pequeñísimo quiosco de golosinas (entonces no decíamos “chuches” y, mucho menos, “los chuches”) situado enfrente del colegio, y que nos atraía como un imán al hierro, a comprar gominolas, palulú, regaliz y, los más duros, cigarrillos sueltos. A menudo me pregunto qué recuerdos tendrán aquellos compañeros que no he vuelto a ver, porque la vida es una pirámide con diferentes prismas. Se me antoja curioso que recuerde el nombre y apellidos de tantos de aquellos críos, más que el de otros jóvenes, hombres y mujeres con los que he convivido mucho más recientemente. Recuerdos del cole, de niños de barrio, antes de que perdiéramos para siempre la inocencia en una fábrica, en una tasca, en una zanja, entre unos barrotes, en zona de combate o en un burdel. Recuerdo aquellos molletes de pan recién hecho del mercado y las lonchas de mortadela con aceitunas o de chóped con que nos rellenaba el charcutero los bocadillos al salir al recreo… Recreo, palabra evocadora donde las haya. Juegos, dola, churro, media maga, manga entera, carreras, libertad. Y a la dulce Magdalena, con una manzana de la frutería de sus padres… amor puro y libertad.

Recuerdos.

Jose Manuel Iglesias Cervantes.

(1) Esta columna se publicó por primera vez en el blog "Valderas Gráfico" de Fermín López Galindo, compañero mío de aula y amigo.

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