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jueves, 10 de junio de 2010

Libertos y Desnortados (las columnas del Mercado)

El Mercado.

Volver a ser un niño.


Ella era purito morbo. Y yo deseaba fotografiarla, resaltando el azul marino de la tinta de sus tatuajes sobre su piel blanquísima, a horcajadas sobre una moto, símbolo de rebeldía y de potencia. La luz era propicia y su rostro gritaba al viento libertad. “No puedo, no soy fotogénica”, mintió con una tímida sonrisa. “No me he maquillado, voy vestida de mañana y estoy muy quemada, y así vas a sacar lo peor de mí”, se escudó tras el surtidor de cerveza, parapetada tras el burladero de la barra del bar.
“Lo peor de algunas personas es preferible a lo mejor de la mayoría”, me sinceré en vano. Dudó por unos instantes, meditó calculando las opciones, se miró las piernas y los tatuajes. “No, lo siento, no puede ser; hoy no, ahora no. Tú vendrás aquí más veces y, en otra ocasión, seguro que sí”. “¿Cuándo ya seas fotogénica?”, bromeé. “No, en serio, más lo siento yo; en efecto, vendré más veces y seguirás siendo la misma, una mujer muy interesante”, contesté, “pero ya no será igual ni la luz ni la falta de maquillaje… ni el morbo”, me dije para mí buceando en un cubalibre de ron. Me dio dos besos, como en la canción, uno por mejilla y me dijo adiós. Respondí a su despedida en voz baja, con niebla en mi cerebro y escarcha en mi corazón.
Los tatuajes de esa muchacha son alambres de espino que rasgan y bordean su cuerpo frágil como una flor y duro como el diamante a un tiempo. Besos que arañan, caricias que desgarran, zarpazos de amor… sueños románticos, dulzura oculta bajo una coraza de hierro. Quiso, pero no se atrevió y el resultado es el mismo, aún peor, más doloroso por cuanto implica de deseo infructuoso, de anhelo perdido. “El temor y el pudor atan más férreamente que los alambres de espino”, pensé. Nos hacen retroceder y huir, escapar de nosotros mismos, que somos nuestros jueces más implacables.
“Otro día y en otro lugar”… ya no será igual. No puede serlo, porque los trenes que se pierden ya no vuelven a pasar y, en el caso de que lo hicieran, irían a distinta velocidad, con otra pintura y con distintos asientos libres y ocupados.
Retrocedí a los años del colegio, encima del Mercado de San José de Valderas, y a la figura del “Bufa”, antes de su descenso al vértigo de las drogas. Sonaba en el garito la voz de Javier Urquijo, de “Los Secretos”, desde el más allá, aquí, muy cerca. “Volver a ser un niño” –decía- “volver a ser un niño”… Qué gran cosa cuando todo cambia, como él dice, porque nos haya sonreído Cupido tan sólo un poquito. Qué maravilloso volver a ser un niño, acaso por un instante, lejos de los problemas y de los remordimientos, de las mezquindades y de los chantajes… volver a ser un niño sin tatuajes en el alma, “con ese brillo que te quita el frío de las cosas”. Le respondió Josele, de “Los Enemigos”: “el mundo rula y, al caer, se muerde la cola, ¿por qué has tenido que crecer? ¡Maldita la hora!”.
El “Bufa” cantaba -cada vez que aparece en mi mente lo hace-: “siempre soñé con ir a L.A., dejar un día esta ciudad, atravesar el mar en tu compañía…” Años después, una conocida, un ángel con rostro de tal y un cuerpo perfectamente diseñado para los deseos más pecaminosos (en el caso de que tal cosa exista) me aseguró que aquella ciudad es una gigantesca mole de mierda. ¡Qué más da! Escapar, huir es lo que cuenta, en los dulces brazos de la imaginación. Al paraíso de los seres dichosos, donde hombres y mujeres se aman sin hipotecas, sin tatuajes en el alma, sin heridas en el corazón, sin chantajes en la cartera emocional, sin un “Breakheart’s Hotel” en su censo.
Miré la pantalla del televisor, el hombre del tiempo anunció: “mañana, sol y buen tiempo”.

Jose Manuel Iglesias Cervantes.

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