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jueves, 10 de junio de 2010

Libertos y Desnortados (las columnas del Mercado)

El Mercado.

Hoplitas de Valderas.


Hace muchos años, demasiados, mis amigos y quien estas líneas escribe vimos en la única grande y libre cadena de televisión que teníamos una película que se llamaba “El León de Esparta”. Insuflados de infantil ardor guerrero corrimos a fabricarnos escudos, espadas y lanzas, y nos enfrentamos en los descampados de Los Castillos en singular combate con los “persas” de los barrios vecinos. A un pobre que era algo más cortito, le convencimos previamente para que hiciera de cobaya para medir la resistencia de un casco que habíamos hecho rajando una pelota de goma. Era nula, por supuesto, pero esa es otra historia, y nunca fuimos angelitos.

Saco a colación la anécdota porque en adelante siempre he medido la valentía en parámetros espartanos. Los hoplitas a las órdenes de Leónidas murieron en el paso de las Termópilas en año 481 antes de Cristo por preservar la libertad de los suyos, para no vivir bajo el yugo del imperio persa, y para que pervivieran las leyes de Esparta y, aunque fueran rivales, las del resto de los pueblos griegos, poniendo las bases del concepto que ahora llamamos Occidente.

Los hoplitas peinaban sus cabellos antes de entrar en combate para que la muerte los hallara bellos, amén de serenos, algo que muchos de sus enemigos no comprendían. Algo que los miserables siguen sin entender hoy día. La educación espartana comenzaba a los cinco años de edad; era obligatoria, pública, colectiva y estaba destinada a la formación de guerreros honorables. Valoraban el mérito propio en función del de sus compañeros. De tal modo, nunca protestaban si les era negada una prebenda en provecho de otro. No debían ver en ello una injusticia, una afrenta o un menoscabo, sino un acicate, un motivo para esforzarse aún más hasta hacerse merecedor del premio por el que había pugnado con sus compañeros. “Si no me han concedido tal recompensa con todo lo que me he empeñado, ¿qué no habrá hecho mi compañero para lograrlo?”, era el razonamiento. Y la envidia o el rencor no tenían lugar en detrimento de la sincera admiración. Como dejara escrito Tucídides, era imprescindible que la adjudicación de los esfuerzos y las recompensas se ajustaran con rigor a la extrema justicia y objetividad, en una sociedad de ciudadanos (“astoi”), de pares (“homoioi”), esto es: de iguales porque acomodados y humildes compartían la misma vida austera, frecuentando los mismos comedores y el mismo estilo de vida. Todos los términos citados son espartanos, y se traducían en un público y profundo desprecio a los “tresantes”, es decir, a los “temblorosos”, a los cobardes, que podían redimir su pena mediante actos heroicos en combate. Para entender esta mentalidad hay que asumir la frase de despedida de las espartanas a sus hijos antes de ir al combate: “Vuelve con tu escudo o encima de él”.

La valentía, por todo esto, encuentra en Esparta su máximo exponente, el espejo en que contemplarse, y se encarna en la figura del hoplita que, en lugar de un león o cualquier otra fiera temible, pintó en su hoplón (escudo que portaban los guerreros espartanos y al que debían su nombre) una mosca diminuta, con la intención de aproximarse lo necesario a sus enemigos en el combate para que éstos fueran capaces de verla con nitidez. El hoplita de la mosca no necesitaba amedrentar desde la lejanía con animales enormes y feroces; bastaba un pequeño punto que sólo se identificaba cuando la distancia con la muerte era sumamente mínima, y quizá demasiado tarde para poder contarlo.

No comparto, sin embargo, su desprecio por los “ilotas”, campesinos esclavos sometidos a la fuerza,  y los “periecos”, campesinos sometidos a Esparta sin usar ésta, ni por la democracia en favor de la típicamente espartana bicefalia en el poder ni por la oligarquía, aunque la tozuda actualidad me haga a veces dudar en la verdadera conveniencia de que todos los votos valgan lo mismo. ¿Acaso pesa lo mismo el voto meditado y calculado de una persona preparada que el de una persona sin formación? Seguramente no, pero creo que hay que morir en el empeño de que desaparezcan de nuestro sistema tales personas carentes de la necesaria formación. Que todos y todas dispongamos de las mismas oportunidades, y de los mismos accesos a las fuentes del conocimiento. Sólo así la sociedad es justa y merece ser llamada democrática. Lo demás, y por supuesto la nuestra, son meras aproximaciones al ideal democrático. Pero hemos perdido el resto de los fundamentos espartanos, sus virtudes: el gusto por el mérito, la honradez y la admiración sincera en aras de la envidia, la mezquindad, la corrupción y las trapacerías. Los corruptos y los ladrones se erigen en la indignada voz acusadora en los tribunales, sin el menor sonrojo, en medio de un ruido ensordecedor, pues esto es lo que hay hoy día a nuestro alrededor en todo momento: ruido. Como en la canción: ruido, demasiado ruido, tanto, tanto ruido que no deja apreciar la canción, que hace imperceptible el mensaje que subyace en toda sociedad digna, y que no es otro que apostarse en el paso de las Termópilas para impedir el paso de los corruptos y los enemigos de la democracia que intentan invadirnos. Que es el ciudadano quien construye o destruye ciudadanía y no al revés, pues grano a grano se va haciendo granero. Contemplemos nuestros escudos y comprobemos si llevamos en ellos moscas o dragones. Seamos pacíficos, si es posible, pero seamos hoplitas de nuevo en defensa de la justicia, de la dignidad, de la equidad, de la cultura, en una palabra: de la libertad.

Jose Manuel Iglesias Cervantes. 

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